TEORÍAS
LITERARIAS
ESPAÑOL Y
LITERATURA
Cuento Felicidad
Clandestina
Por: Vanessa
Chavez Mena
Módulo de teorías
literarias: narrativa
6.
LECTURA
FELICIDAD CLANDESTINA
(por Clarice Lispector)
Ella
era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento.
Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos chatas. Como
si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos
bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de
historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.
No
lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en
vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda
del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos,
con sus puentes más que vistos.
Detrás
escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y
"recuerdos".
Pero
qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba
caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a
nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre.
Conmigo
ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me
daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados
los libros que a ella no le interesaban.
Hasta
que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china.
Como
al pasar, me informó que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era
un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para
comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me
dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta
el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no
vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado
a otro.
Literalmente
corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo,
sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que
le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día
siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza
había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a
saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez
no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los
siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y
no me caí una sola vez.
Pero
las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la
librería era sereno y diábolico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta
de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila
respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día
siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama
del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras
veces como aquélla.
Y
así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni
uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero
como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era
propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos
sorprendidos.
Hasta
que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa,
humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia
muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a
las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco
aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no
entender. Hasta que, madre buena, entendió a fin. Se volvió hacia la hija y con
enorme sorpresa exclamó:
¡Pero
si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!
Y
lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser
el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la
potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la
puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando,
recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija:
-
Vas a prestar ahora mismo ese libro. Y a mí: Y tú te quedas con el libro todo
el tiempo que quieras. ¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubiesen
regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una
persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo
contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la
mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre.
Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos
manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar
a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
Al
llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para
sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas
líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo
postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había
guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los
obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la
felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera.
¡Cuánto
me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina
delicada.
A
veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el
regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro:
era una mujer con su amante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario