TEORÍAS
LITERARIAS
ESPAÑOL Y
LITERATURA
LOS BEBEDORES DE
SANGRE
Por: Vanessa
Chavez Mena
Módulo de teorías
literarias: narrativa
7.
LECTURA
LOS
BEBEDORES DE SANGRE (por Horacio Quiroga)
Chiquitos:
¿Han
puesto ustedes el oído contra el lomo de un gato cuando runrunea? Háganlo con
Tutankamón, el gato del almacenero. Y después de haberlo hecho, tendrán una
idea clara del ronquido de un tigre cuando anda al trote por el monte en son de
caza.
Este
ronquido que no tiene nada de agradable cuando uno está solo en el bosque, me
perseguía desde hacía una semana. Comenzaba al caer la noche, y hasta la
madrugada el monte entero vibraba de rugidos.
¿De
dónde podía haber salido tanto tigre? La selva parecía haber perdido todos sus
bichos, como si todos hubieran ido a ahogarse en el río. No había más que
tigres: no se oía otra cosa que el ronquido profundo e incansable del tigre
hambriento, cuando trota con el hocico a ras de tierra para percibir el tufo de
los animales.
Así
estábamos hacía una semana, cuando de pronto los tigres desaparecieron. No se
oyó un solo bramido más. En cambio, en el monte volvieron a resonar el balido
del ciervo, el chillido del agutí, el silbido del tapir, todos los ruidos y
aullidos de la selva. ¿Qué había pasado otra vez? Los tigres no desaparecen
porque sí, no hay fiera capaz de hacerlos huir.
¡Ah,
chiquitos! Esto creía yo. Pero cuando después de un día de marcha llegaba yo a
las márgenes del río Iguazú (veinte leguas arriba de las cataratas), me
encontré con dos cazadores que me sacaron de mi ignorancia. De cómo y por qué
había habido en esos días tanto tigre, no me supieron decir una palabra. Pero
en cambio me aseguraron que la causa de su brusca fuga se debía a la aparición
de un puma. El tigre, a quien se cree rey incontestable de la selva, tiene
terror pánico a un gato cobardón como el puma.
¿Han
visto, chiquitos míos, cosa más rara? Cuando le llamo gato al puma, me refiero
a su cara de gato, nada más. Pero es un gatazo de un metro de largo, sin contar
la cola, y tan fuerte como el tigre mismo.
Pues
bien. Esa misma mañana, los dos cazadores habían hallado cuatro cabras, de las
doce que tenían, muertas a la entrada del monte. No estaban despedazadas en lo
más mínimo. Pero a ninguna de ellas les quedaba una gota de sangre en las
venas. En el cuello, por debajo de los pelos manchados, tenían todas cuatro
agujeros, y no muy grandes tampoco. Por allí, con los colmillos prendidos a las
venas, el puma había vaciado a sus víctimas, sorbiéndoles toda la sangre.
Yo
vi las cabras al pasar, y les aseguro, chiquitos, que me encendí también en ira
al ver las cuatro pobres cabras sacrificadas por la bestia sedienta de sangre.
El puma, del mismo modo que el hurón, deja de lado cualquier manjar por la
sangre tibia. En las estancias de Río Negro y Chubut, los pumas causan
tremendos estragos en las majadas de ovejas.
Las
ovejas, ustedes lo saben ya, son los seres más estúpidos de la creación. Cuando
olfatean a un puma, no hacen otra cosa que mirarse unas a otras y comienzan a
estornudar. A ninguna se le ocurre huir. Sólo saben estornudar, y estornudan
hasta que el puma salta sobre ellas. En pocos momentos, van quedando tendidas
de costado, vaciadas de toda su sangre.
Una
muerte así debe ser atroz, chiquitos, aun para ovejas resfriadas de miedo. Pero
en su propia furia sanguinaria, la fiera tiene su castigo. ¿Saben lo que pasa?
Que el puma, con el vientre hinchado y tirante de sangre, cae rendido por
invencible sueño. Él, que entierra siempre los restos de sus víctimas y huye a
esconderse durante el día, no tiene entonces fuerzas para moverse. Cae mareado
de sangre en el sitio mismo de la hecatombe. Y los pastores encuentran en la
madrugada a la fiera con el hocico rojo de sangre, fulminada de sueño entre sus
víctimas.
¡Ah,
chiquitos! Nosotros no tuvimos esa suerte. Seguramente cuatro cabras no eran
suficientes para saciar la sed de nuestro puma. Había huido después de su
hazaña, y forzoso nos era rastrearlo con los perros.
En
efecto, apenas habíamos andado una hora cuando los perros erizaron de pronto el
lomo, alzaron la nariz a los cuatro vientos y lanzaron un corto aullido de
caza: habían rastreado al puma.
Paso
por encima, hijos míos, la corrida que dimos tras la fiera. Otra vez les voy a
contar con detalles una corrida de caza en el monte. Básteles saber por hoy que
a las cinco horas de ladridos, gritos y carreras desesperadas a través del
bosque quebrando las enredaderas con la frente, llegamos al pie de un árbol,
cuyo tronco los perros asaltaban a brincos, entre desesperados ladridos. Allá
arriba del árbol, agazapado como un gato, estaba el puma siguiendo las
evoluciones de los perros con tremenda inquietud.
Nuestra
cacería, puede decirse, estaba terminada. Mientras los perros
"torearan" a la fiera, ésta no se movería de su árbol. Así proceden
el gato montés y el tigre. Acuérdense, chiquitos, de estas palabras para cuando
sean grandes y cacen: tigre que trepa a un árbol, es tigre que tiene miedo.
Yo
hice correr una bala en la recámara del winchester, para enviarla al puma entre
los dos ojos, cuando uno de los cazadores me puso la mano en el hombro
diciéndome:
-No
le tire, patrón. Ese bicho no vale una bala siquiera. Vamos a darle una soba
como no la llevó nunca.
¿Qué
les parece, chiquitos? ¿Una soba a una fiera tan grande y fuerte como el tigre?
Yo nunca había visto sobar a nadie y quería verlo.
¡Y
lo vimos, por Dios bendito! El cazador cortó varias gruesas ramas en trozos de
medio metro de largo y como quien tira piedras con todas sus fuerzas, fue
lanzándolos uno tras otro contra el puma. El primer palo pasó zumbando sobre la
cabeza del animal, que aplastó las orejas y maulló sordamente. El segundo
garrote pasó a la izquierda lejos. El tercero, le rozó la punta de la cola, y
el cuarto, zumbando como piedra escapada de una honda, fue a dar contra la
cabeza de la fiera, con fuerza tal que el puma se tambaleó sobre la rama y se
desplomó al suelo entre los perros.
Y
entonces, chiquitos míos, comenzó la soba más portentosa que haya recibido
bebedor alguno de sangre. Al sentir las mordeduras de los perros, el puma quiso
huir de un brinco. Pero el cazador, rápido como un rayo, lo detuvo de la cola.
Y enroscándosela en la mano como una lonja de rebenque comenzó a descargar una
lluvia de garrotazos sobre el puma.
¡Pero
qué soba, queridos míos! Aunque yo sabía que el puma es cobardón, nunca creí
que lo fuera tanto. Y nunca creí tampoco que un hombre fuera guapo hasta el
punto de tratar a una fiera como a un gato, y zurrarle la badana a palo limpio.
De
repente, uno de los garrotazos alcanzó al puma en la base de la nariz, y el
animal cayó de lomo, estirando convulsivamente las patas traseras. Aunque
herida de muerte, la fiera roncaba aún entre los colmillos de los perros, que
lo tironeaban de todos lados. Por fin, concluí con aquel feo espectáculo,
descargando el winchester en el oído del animal.
Triste
cosa es, chiquillos, ver morir boqueando a un animal, por fiera que sea, pero
el hombre lleva muy hondo en la sangre el instinto de la caza, y es su misma
sangre la que lo defiende del asalto de los pumas, que quieren sorbérsela.
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