Pensamientos

Hoy, se inicia el camino hacia una nueva forma de habitar el mundo, hoy se inicia el camino para una nueva forma de aprehender el mundo, y hoy se inicia el camino para una nueva forma de coexistir en el mundo, y por eso, hoy reconozco que la elección de ser docente implica, Revolución, experiencia y pedagogía en la educación y en el mundo.

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domingo, 11 de enero de 2015

Pecado De Omisión

TEORÍAS LITERARIAS
ESPAÑOL Y LITERATURA
Cuento Pecado De Omisión
Por: Vanessa Chavez Mena
Módulo de teorías literarias: narrativa

8. Lectura 

CUENTO PECADO DE OMISIÓN

(por Ana María Matute)

A los trece años se le murió la madre, que era lo último que le quedaba. Al quedar huérfano ya hacía lo menos tres años que no acudía a la escuela, pues tenía que buscarse el jornal de un lado para otro. Su único pariente era un primo de su madre, llamado Emeterio Ruiz Heredia. Emeterio era el alcalde y tenía una casa de dos pisos asomada a la plaza del pueblo, redonda y rojiza bajo el sol de agosto. Emeterio tenía doscientas cabezas de ganado paciendo por las laderas de Sagrado, y una hija moza, bordeando los veinte, morena, robusta, riente y algo necia. Su mujer, flaca y dura como un chopo, no era de buena lengua y sabía mandar. Emeterio Ruiz no se llevaba bien con aquel primo lejano, y a su viuda, por cumplir, la ayudó buscándole jornales extraordinarios. Luego, al chico, aunque le recogió una vez huérfano, sin herencia ni oficio, no le miró a derechas. y como él los de su casa.
La primera noche que Lope durmió en casa de Emeterio, lo hizo debajo del granero. Se le dio cena y un vaso de vino. Al otro día, mientras Emeterio se metía la camisa dentro del pantalón, apenas apuntando el sol en el canto de los gallos, le llamó por el hueco de la escalera, espantando a las gallinas que dormían entre los huecos:
_¡Lope!
Lope bajó descalzo, con los ojos pegados de legañas. Estaba poco crecido para sus trece años y tenía la cabeza grande, rapada.
_Te vas de pastor a Sagrado. Lope buscó las botas y se las calzó. En la cocina, Francisca, la hija, había calentado patatas con pimentón. Lope las engulló deprisa, con la cuchara de aluminio goteando a cada bocado.
_Tú ya conoces el oficio. Creo que anduviste una primavera por las lomas de Santa Aurea, con las cabras de Aurelio Bernal.
_Sí, señor.
_No irás solo. Por allí anda Roque el Mediano. Iréis juntos.
_Sí, señor.
Francisca le metió una hogaza en el zurrón, un cuartillo de aluminio, sebo de cabra y cecina.
_Andando _dijo Emeterio Ruiz Heredia.
Lope le miró. Lope tenía los ojos negros y redondos, brillantes.
_¿Qué miras? ¡Arreando!
Lope salió, zurrón al hombro. Antes, recogió el cayado, grueso y brillante por el uso, que guardaba, como un perro, apoyado en la pared.
Cuando iba ya trepando por la loma de Sagrado, lo vio don. Lorenzo, el maestro. A la tarde, en la taberna, don Lorenzo ho un cigarrillo junto a Emeterio, que fue a echarse una copa de anís.
_He visto a Lope _dijo_. Subía para Sagrado. Lástima de chico.
_Sí _dijo Emeterio, limpiándose los labios con el dorso de la mano_. Va de pastor. Ya sabe: hay que ganarse el currusco. La vida está mala. El «esgraciado» del Pericote no le dejó ni una tapia en que apoyarse y reventar.
_Lo malo _dijo don Lorenzo, rascándose la oreja con su uña larga y amarillenta_ es que el chico vale. Si tuviera medios podría sacarse partido de él. Es listo. Muy listo. En la escuela...
Emeterio le cortó, con la mano frente a los ojos:
_¡Bueno, bueno! Yo no digo que no. Pero hay que ganarse el currusco. La vida está peor cada día que pasa. Pidió otra de anís. El maestro dijo que sí, con la cabeza. Lope llegó a Sagrado, y voceando encontró a Roque el Mediano. Roque era algo retrasado y hacía unos quince años que pastoreaba para Emeterio. Tendría cerca de cincuenta años y no hablaba casi nunca. Durmieron en el mismo chozo de barro, bajo los robles, aprovechando el abrazo de las raíces. En el chozo sólo cabían echados y tenía que entrar a gatas, medio arrastrándose. Pero se estaba fresco en el verano y bastante abrigado en el invierno.
El verano pasó. Luego el otoño y el invierno. Los pastores no bajaban al pueblo, excepto el día de la fiesta. Cada quince días un zagal les subía la «collera»: pan, cecina, sebo, ajos. A veces, una bota de vino. Las cumbres de Sagrado eran hermosas, de un azul profundo, terrible, ciego. El sol, alto y redondo, como una pupila impertérrita, reinaba allí. En la neblina del amanecer, cuando aún no se oía el zumbar de las moscas ni crujido alguno, Lope solía despertar, con la techumbre de barro encima de los ojos. Se quedaba quieto un rato, sintiendo en el costado el cuerpo de Roque el Mediano, como un bulto alentante. Luego, arrastrándose salía para el cerradero. En el cielo, cruzados, como estrellas fugitivas, los gritos se perdían, inútiles y grandes. Sabía Dios hacia que parte caerían. Como las piedras. Como los años. Un año, dos, cinco.
Cinco años más tarde, una vez, Emeterio le mandó llamar, por el zagal. Hizo reconocer a Lope por el médico, y vio que estaba sano y fuerte, crecido como un árbol.
_¡Vaya roble! _dijo el médico, que era nuevo. Lope enrojeció y no supo qué contestar.
Francisca se había casado y tenía tres hijos pequeños, que jugaban en el portal de la plaza. Un perro se le acercó, con la lengua colgando. Tal vez le recordaba. Entonces vio a Manuel Enríquez, el compañero de la escuela que siempre le iba a la zaga. Manuel vestía un traje gris y llevaba corbata. Pasó a su lado y les saludó con la mano.
Francisca comentó:
_Buena carrera, ése. Su padre lo mandó estudiar y ya va para abogado.
Al llegar a la fuente volvió a encontrarlo. De pronto, quiso llamarle. Pero se le quedó el grito detenido, como una bola, en la garganta.
_¡Eh! _dijo solamente. O algo parecido.
Manuel se volvió a mirarle, y le conoció. Parecía mentira: le conoció. Sonreía.
_¡Lope! ¡Hombre, Lope...!
¿Quién podía entender lo que decía? ¡Qué acento tan extraño tiene los hombres, qué raras palabras salen por los oscuros agujeros de sus boca! Una sangre espesa iba llenándole las venas, mientras oía a Manuel Enríquez.
Manuel abrió una cajita plana, de color de plata, con los cigarrillos más blancos, más perfectos que vio en su vida. Manuel se la tendió, sonriendo.
Lope avanzó su mano. Entonces se dio cuenta de que era áspera, gruesa. Como un trozo de cecina. Los dedos no tenían flexibilidad, no hacían el juego. Qué rara mano la de aquel otro: una mano fina, con dedos como gusanos grandes, ágiles, blancos, flexibles. Qué mano aquélla, de color de cera, con las uñas brillantes, pulidas. Qué mano extraña: ni las mujeres la tenían igual. La mano de Lope rebuscó, torpe. Al fin, cogió el cigarrillo, blanco y frágil, extraño, en sus dedos amazacotados: inútil, absurdo, en sus dedos: La sangre de Lope se le detuvo entre las cejas. Tenían una bola de sangre agolpada, quieta, fermentando entre las cejas. Aplastó el cigarrillo con los dedos y se dio media vuelta. No podía detenerse, ni ante la sorpresa de Manuelito, que seguía llamándole:
_¡Lope! ¡Lope!
Emeterio estaba sentado en el porche, en mangas de camisa, mirando a sus nietos. Sonreía viendo a su nieto mayor, y descansando de la labor, con la bota de vino al alcance de la mano. Lope fue directo a Emeterio y vio sus ojos interrogantes y grises.
_Anda, muchacho, vuelve a Sagrado, que ya es hora...
En la plaza había una piedra cuadrada, rojiza. Una de esas piedras grandes como melones que los muchachos tran portan desde alguna pared derruida. Lentamente, Lope la cogió entre sus manos. Emeterio le miraba, reposado, con una leve curiosidad. Tenía la mano derecha metida entre la faja y el estómago. Ni siquiera le dio tiempo de sacarla: el golpe sordo, el salpicar de su propia sangre en el pecho, la muerte y la sorpresa, como dos hermanas, subieron hasta él. así, sin más.
Cuando se lo llevaron esposado, Lope lloraba. Y cuando las mujeres, aullando como lobas, le querían pegar e iban tras él con los mantos alzados sobre las cabezas, en señal de indignación, «Dios mío, él, que le había recogido., Dios mío, él, que le hizo hombre. Dios mío, se habría muerto de hambre si él no lo recoge...», Lope sólo lloraba y decía:
_Sí, sí, sí...

FIN

Los Bebedores de Sangre

TEORÍAS LITERARIAS
ESPAÑOL Y LITERATURA
LOS BEBEDORES DE SANGRE
Por: Vanessa Chavez Mena
Módulo de teorías literarias: narrativa

7. LECTURA

LOS BEBEDORES DE SANGRE (por Horacio Quiroga)

Chiquitos:

¿Han puesto ustedes el oído contra el lomo de un gato cuando runrunea? Háganlo con Tutankamón, el gato del almacenero. Y después de haberlo hecho, tendrán una idea clara del ronquido de un tigre cuando anda al trote por el monte en son de caza.
Este ronquido que no tiene nada de agradable cuando uno está solo en el bosque, me perseguía desde hacía una semana. Comenzaba al caer la noche, y hasta la madrugada el monte entero vibraba de rugidos.
¿De dónde podía haber salido tanto tigre? La selva parecía haber perdido todos sus bichos, como si todos hubieran ido a ahogarse en el río. No había más que tigres: no se oía otra cosa que el ronquido profundo e incansable del tigre hambriento, cuando trota con el hocico a ras de tierra para percibir el tufo de los animales.
Así estábamos hacía una semana, cuando de pronto los tigres desaparecieron. No se oyó un solo bramido más. En cambio, en el monte volvieron a resonar el balido del ciervo, el chillido del agutí, el silbido del tapir, todos los ruidos y aullidos de la selva. ¿Qué había pasado otra vez? Los tigres no desaparecen porque sí, no hay fiera capaz de hacerlos huir.
¡Ah, chiquitos! Esto creía yo. Pero cuando después de un día de marcha llegaba yo a las márgenes del río Iguazú (veinte leguas arriba de las cataratas), me encontré con dos cazadores que me sacaron de mi ignorancia. De cómo y por qué había habido en esos días tanto tigre, no me supieron decir una palabra. Pero en cambio me aseguraron que la causa de su brusca fuga se debía a la aparición de un puma. El tigre, a quien se cree rey incontestable de la selva, tiene terror pánico a un gato cobardón como el puma.
¿Han visto, chiquitos míos, cosa más rara? Cuando le llamo gato al puma, me refiero a su cara de gato, nada más. Pero es un gatazo de un metro de largo, sin contar la cola, y tan fuerte como el tigre mismo.
Pues bien. Esa misma mañana, los dos cazadores habían hallado cuatro cabras, de las doce que tenían, muertas a la entrada del monte. No estaban despedazadas en lo más mínimo. Pero a ninguna de ellas les quedaba una gota de sangre en las venas. En el cuello, por debajo de los pelos manchados, tenían todas cuatro agujeros, y no muy grandes tampoco. Por allí, con los colmillos prendidos a las venas, el puma había vaciado a sus víctimas, sorbiéndoles toda la sangre.
Yo vi las cabras al pasar, y les aseguro, chiquitos, que me encendí también en ira al ver las cuatro pobres cabras sacrificadas por la bestia sedienta de sangre. El puma, del mismo modo que el hurón, deja de lado cualquier manjar por la sangre tibia. En las estancias de Río Negro y Chubut, los pumas causan tremendos estragos en las majadas de ovejas.
Las ovejas, ustedes lo saben ya, son los seres más estúpidos de la creación. Cuando olfatean a un puma, no hacen otra cosa que mirarse unas a otras y comienzan a estornudar. A ninguna se le ocurre huir. Sólo saben estornudar, y estornudan hasta que el puma salta sobre ellas. En pocos momentos, van quedando tendidas de costado, vaciadas de toda su sangre.
Una muerte así debe ser atroz, chiquitos, aun para ovejas resfriadas de miedo. Pero en su propia furia sanguinaria, la fiera tiene su castigo. ¿Saben lo que pasa? Que el puma, con el vientre hinchado y tirante de sangre, cae rendido por invencible sueño. Él, que entierra siempre los restos de sus víctimas y huye a esconderse durante el día, no tiene entonces fuerzas para moverse. Cae mareado de sangre en el sitio mismo de la hecatombe. Y los pastores encuentran en la madrugada a la fiera con el hocico rojo de sangre, fulminada de sueño entre sus víctimas.
¡Ah, chiquitos! Nosotros no tuvimos esa suerte. Seguramente cuatro cabras no eran suficientes para saciar la sed de nuestro puma. Había huido después de su hazaña, y forzoso nos era rastrearlo con los perros.
En efecto, apenas habíamos andado una hora cuando los perros erizaron de pronto el lomo, alzaron la nariz a los cuatro vientos y lanzaron un corto aullido de caza: habían rastreado al puma.
Paso por encima, hijos míos, la corrida que dimos tras la fiera. Otra vez les voy a contar con detalles una corrida de caza en el monte. Básteles saber por hoy que a las cinco horas de ladridos, gritos y carreras desesperadas a través del bosque quebrando las enredaderas con la frente, llegamos al pie de un árbol, cuyo tronco los perros asaltaban a brincos, entre desesperados ladridos. Allá arriba del árbol, agazapado como un gato, estaba el puma siguiendo las evoluciones de los perros con tremenda inquietud.
Nuestra cacería, puede decirse, estaba terminada. Mientras los perros "torearan" a la fiera, ésta no se movería de su árbol. Así proceden el gato montés y el tigre. Acuérdense, chiquitos, de estas palabras para cuando sean grandes y cacen: tigre que trepa a un árbol, es tigre que tiene miedo.
Yo hice correr una bala en la recámara del winchester, para enviarla al puma entre los dos ojos, cuando uno de los cazadores me puso la mano en el hombro diciéndome:
-No le tire, patrón. Ese bicho no vale una bala siquiera. Vamos a darle una soba como no la llevó nunca.
¿Qué les parece, chiquitos? ¿Una soba a una fiera tan grande y fuerte como el tigre? Yo nunca había visto sobar a nadie y quería verlo.
¡Y lo vimos, por Dios bendito! El cazador cortó varias gruesas ramas en trozos de medio metro de largo y como quien tira piedras con todas sus fuerzas, fue lanzándolos uno tras otro contra el puma. El primer palo pasó zumbando sobre la cabeza del animal, que aplastó las orejas y maulló sordamente. El segundo garrote pasó a la izquierda lejos. El tercero, le rozó la punta de la cola, y el cuarto, zumbando como piedra escapada de una honda, fue a dar contra la cabeza de la fiera, con fuerza tal que el puma se tambaleó sobre la rama y se desplomó al suelo entre los perros.
Y entonces, chiquitos míos, comenzó la soba más portentosa que haya recibido bebedor alguno de sangre. Al sentir las mordeduras de los perros, el puma quiso huir de un brinco. Pero el cazador, rápido como un rayo, lo detuvo de la cola. Y enroscándosela en la mano como una lonja de rebenque comenzó a descargar una lluvia de garrotazos sobre el puma.
¡Pero qué soba, queridos míos! Aunque yo sabía que el puma es cobardón, nunca creí que lo fuera tanto. Y nunca creí tampoco que un hombre fuera guapo hasta el punto de tratar a una fiera como a un gato, y zurrarle la badana a palo limpio.
De repente, uno de los garrotazos alcanzó al puma en la base de la nariz, y el animal cayó de lomo, estirando convulsivamente las patas traseras. Aunque herida de muerte, la fiera roncaba aún entre los colmillos de los perros, que lo tironeaban de todos lados. Por fin, concluí con aquel feo espectáculo, descargando el winchester en el oído del animal.
Triste cosa es, chiquillos, ver morir boqueando a un animal, por fiera que sea, pero el hombre lleva muy hondo en la sangre el instinto de la caza, y es su misma sangre la que lo defiende del asalto de los pumas, que quieren sorbérsela.






Felicidad Clandestina

TEORÍAS LITERARIAS
ESPAÑOL Y LITERATURA
Cuento Felicidad Clandestina
Por: Vanessa Chavez Mena
Módulo de teorías literarias: narrativa

6. LECTURA 


FELICIDAD CLANDESTINA

(por Clarice Lispector)


Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.
Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos".
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre.
Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china.
Como al pasar, me informó que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diábolico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió a fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó:
¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!
Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija:
- Vas a prestar ahora mismo ese libro. Y a mí: Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera.
¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.



El hombre y su demonio

TEORÍAS LITERARIAS
ESPAÑOL Y LITERATURA
El HOMBRE Y SU DEMONIO
Por: Vanessa Chavez Mena
Módulo de teorías literarias: narrativa

5. LECTURA

EL HOMBRE Y SU DEMONIO (Pedro Gómez Valderrama)

Fragmento del relato del viaje de un filósofo español a través del país de Flandes, hacia los años de 1570.

Dícese que en aquellos tiempos de cien años ha, cuando Jerónimo Bosch el pintor vivió en brujas, algunas aldeas flamencas practicaban todavía la costumbre de dar sonoridad y bendición a las campanas, purificando el metal de aquellas con el cuerpo de las doncella más hermosa. No creo yo que en países y tiempos tan honrados, pudiera ello ser así. Sin embargo, cuando en compañía del señor don Manuel de Urquijo, hube de viajar a pueblos y comarcas de Flandes, oyeron mis oídos que las tales campanas sonaban como otra ninguna, y que si su sonido era hermoso en la hora de la boda, más aun lo parecía en el momento de la muerte. Mas, pienso que esos sonidos vienen de un tiempo mucho más antiguo, y que desde entonces en Flandes no se han hecho campanas. Aquellas campanas, ciertamente sonaban como con alma, no sé si por alguna extraña influencia del aire, o por la sola leyenda que las hacía sentir como mujeres. Debo confesar de igual manera que cuando la noche me sorprendía fuera de cobijo, y había de pasar cerca de una iglesia, mientras daba la hora de campana, me sobrecogía pensando en todos los malos espíritus que rodaban el aire, y que huían en ese instante estremecido y puestos en fuga. Porque la campana, es ante todo,  y como nos lo manifiestas las antiguas historias, un modo de poner en fuga los malos espíritus. Eso solamente puede ocurrir si la campana tiene su metal mezclado con la carne de una doncella, ya que la campana que ahuyente los seres maléficos, tiene que sonar como un cuerpo de virgen.
Y hablo de las campanas, porque se trata de una historia de exorcismo y de demonios que poseen a los hombres. Las personas que la refieren dicen que el protagonista de ella el pintor Jerónimo Bosch, en cuyos cuadros se place tanto el rey de don Felipe II, a quien Dios guarde.
Dicen también, y a fe que lo creo cierto, que aquel pintor fue un poco tocado de magín, tanto que en este año de gracia, si no es en el Escorial, harto difícil, es conseguir ver una de sus pinturas. Pero contara la historia, ya que después, de este paréntesis deberé seguir con el relato, de mi  viaje de Flandes, escrito para que tantos españoles que no han visto aquella comarca nuestra, sepan como es el uso de vida en esas tierras.
El señor Bosch vivió por algún tiempo en brujas, en una pequeña casita situada a la orilla del muelle verde, en las cercanías de la calle del Asno Ciego, donde pintaba como si padeciera de furia o de insania; hay quien dice que pintaba para vengarse de las gentes. Dícese también que pagaba con oro del mejor las mujeres y hombres que retrataba en sus pinturas. Pero hay quien asegura que eran todos adorados de una rara secta impía y hereje, que se reunía allí para sus cultos, y que los cuadros de “el Bosco”, como en España le llamamos, son todos representaciones de su fea impietud. Ello es que el Bosco era casado con una mujer no hermosa ni buena, que murió dejándole en la soledad, pero a él no pareció importarle, antes bien, ahora pintaba más continuamente. Y sin que nadie supiera, vendía sus cuadros. La gente que no conocía su casa contaba que tenía un cuarto lleno de sapos, culebras, arañas e instrumentos de tortura, en donde entraba a pintar sus cuadros perversos. Pretendían haber oído aullidos y sollozos que salían de la casa cerrada. Y se aseguraba que no había entrado mujer virgen que no hubiera sido poseída por aquellas alimañas monstruosas.
Pero ocurrió que vivió en Brujas la hermosa hija de un zapatero, llamada Barbará Quellyn. Fue esta joven quien suscito una grave pasión en el corazón del viejo pintor, que como si fuese un zagal, la perseguía y asechaba sin curarse siquiera de la reprobación de las gentes o de la ira del padre.
En las horas en que las campanas convocaban a la iglesia, el pintor en encontrábase embozado en su capa, viéndola pasar; y dirigióse una vez a ella, con tal ahínco, que la joven no salió nunca más sino en compañía de una dueña.
El Bosco pasaba por frente a su casa, mirando la puerta cerrada con mirada de endemoniado, y como un fantasma aparecía en la noche hasta que la ronda nocturna le ahuyentaba. Enviábale misivas amorosas, y ofrecióle tres sacos de escudos si consentía en ir a su casa para pintarla en un cuadro. La muchacha, pese a su temor del hombre endemoniado, le sonreía a hurtadillas a veces, cuando le encontraba.
Por aquellos días, vivía en Brujas un célebre fundidor de campanas, tudesco y orgulloso, lleno de oro y fama, que había dejado su trabajo al salir de Alemania. Era hombre que se reía cuando le preguntaban cómo había conseguido los cuerpos de virgen para todas las campanas que había fundido.
Un día recibió un emisario de un poderoso príncipe de Alemania, pidiéndole una campana inmensa, para la torre de una catedral. La campana, contaba, debía tener la altura de un hombre, y una sonoridad que alcanza varias leguas. Brujas no era sitio apropiado para hacerla, pero el príncipe tenía la bolsa abierta, y la campana se haría allí.
Empezaron los trabajos, que durarían ocho días para fundir la campana, después de hecho el molde. La hoguera quemaría tanto combustible como el que quemaban todas juntas las casa pobres de la villa en un invierno. Diez hombres ayudarían a los trabajos, y el fuego no se podría suspender un momento. Fue así  como, en las afueras de la ciudad, empezó a arder la hoguera. Todas las gentes desfilaron a mirar los trabajos. El Bosco, luego de haber pasado por la casa de barbará en las horas nocturnas, se quedaba largamente allí mirando como ardía la leña, como el metal se iba moldeando. De noche, la campana quedaba ardiendo sola.
Cuentan quienes lo saben que una madrugada barbará Quellyn tenía un encuentro concertado con su amor, un joven que un día, según los rumores del pueblo, sería el dueño de su virginidad. El Bosco había aparecido ensombrecido aquellos días, y aun hubo gentes que aseguraban haber visto su demonio.
La cita era en el lugar de la campana, su pretexto de la hora de los oficios religiosos. Cuando llego la joven, vio una sombra que se dirigía  a ella con brazos tendidos. Acercóse, creyendo que era su enamorado. La figura se desembozo de la capa, y la joven pudo ver que era Bosch, el pintor de demonios. En medio de la soledad, con la sola compañía del fuego que ardía violento y delos metales derretidos, la joven grito de terror, y enloquecida del miedo-porque todos aseguraban que ella vio al demonio-huyo sin mirar, precipitándose en el hueco donde, entre llamas, se fundían los metales, debió ser un poco más de humo, y la carne y la sangre de la virgen quedaron unidad al metal de la campana.
Eso dicen las gentes. Todo el pueblo señalaba con odio al pintor, pero nadie podía demostrarle nada. Al poco tiempo, regreso a su retiro de Bois-le-Duc, de donde jamás volvió a salir. El horrible recuerdo fue más fuerte, y el que era alucinado, enloqueció sin poder desasirse de su demonio. Loco, frenético y furioso, pinto sus infiernos. Uno de ellos, contiene la colección de todos los suplicios del mundo, que el anotaba con todo cuidado para luego pintarlos deleitosamente. Es un tríptico que place más que todos a mi señor don Felipe II, y llamase “El jardín de las Delicias”. Hay en él un suplicio más horrendo que ninguno, por todo lo que tiene de exorcismo, de esfuerzo para alejar los diablos del infierno que le rodeaban. Y ese mismo suplico encuéntrese en otro infierno de su “juicio final”: cercano del hombre suspendido de la llave, y sobre el amoroso cuyo cuerpo esta templado sobre las cuerdas de un arpa, un hombre aparece colgado a guisa de badajo de una campana enorme, mientras un demonio tira la cuerda eternamente.
                                                                                                                                                                    (1953)


El niño al que se le murió el amigo

TEORÍAS LITERARIAS
ESPAÑOL Y LITERATURA
El niño al que se le murió el amigo
Por: Vanessa Chavez Mena
Módulo de teorías literarias: narrativa

4. LECTURA

EL NIÑO AL QUE SE LE MURIÓ EL AMIGO

(Por Ana María Matute)

Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre:
-El amigo se murió.
-Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar.
El niño se sentó en el quicio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas. «Él volverá», pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hojalata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo no viniese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar.
-Entra, niño, que llega el frío -dijo la madre.
Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos y pensó: «Qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada».
Lo tiró todo al pozo, y volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y dijo:
«Cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido». Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto.


FIN

Hermano

TEORÍAS LITERARIAS
ESPAÑOL Y LITERATURA
Hermano
Por: Vanessa Chavez Mena
Módulo de teorías literarias: narrativa

3. LECTURA


Hermano

Un tigre y su tigresa fueron escogidos por Noé para ocupar un lugar en el arca. El tigre rogó a Noé que lo dejara llevar a su hermano. Noé dijo que era imposible porque Dios lo había prohibido. Cuando el arca navegaba en las enfurecidas ondas, el tigre en la cubierta parecía sonreír. Ni Dios ni Noé supieron nunca, que el tigre para poder llevar a su hermano, lo había devorado un día antes de entrar en el arca.

Niño, Jairo Aníbal. Puro pueblo. Cuentos. Bogotá: Carlos Valencia, 1986. p. 29

1. ANÁLISIS

a) Identifique y enumere las acciones en su orden lógico

b) Seleccione el acontecimiento central del cuento

c) Destaque las acciones funcionales y construya el argumento del cuento

d) Agrupe las acciones en unidades de sentido destacando los núcleos narrativos

2. PRODUCCIÓN


Elabore una versión del cuento. Dele un giro al final.

Caperucita roja contada por el lobo

TEORÍAS LITERARIAS
ESPAÑOL Y LITERATURA
Caperucita roja contada por el lobo
Por: Vanessa Chavez Mena
Módulo de teorías literarias: narrativa

2. LECTURA

Caperucita roja contada por el lobo

Por: Lief Fehar

Prepárense señores porque a continuación el lobo presentará sus descargos. Es que nadie puede ser juzgado sin previamente no haber sido escuchado en juicio. Juzguen ustedes al final de la lectura.
El bosque era mi casa. Allí vivía yo y lo cuidaba. Procuraba tenerlo siempre limpio y arreglado. Un día de sol, mientras estaba recogiendo la basura que habían dejado unos domingueros, oí unos pasos. De un salto me escondí detrás de un árbol y vi a una chiquilla más bien pequeña que bajaba por el sendero llevando una cestita en la mano.
En seguida sospeché de ella porque vestía de una forma un poco estrafalaria, toda de rojo, con la cabeza cubierta, como si no quisiera ser reconocida.
Naturalmente me paré para ver quién era y le pregunté cómo se llamaba, a dónde iba y cosas por el estilo. Me contó que iba a llevar la comida a su abuelita y me pareció una persona honesta y buena, pero lo cierto es que estaba en mi bosque y resultaba sospechosa con aquella extraña caperuza, así que le advertí, sencillamente, de lo peligroso que era atravesar el bosque sin antes haber pedido permiso y con un atuendo tan raro.
Después la dejé que se fuera por su camino pero yo me apresuré a ir a ver a su abuelita.
Cuando vi a aquella simpática viejecita le expliqué el problema y ella estuvo de acuerdo en que su nieta necesitaba una lección.
Quedamos en que se quedaría fuera de la casa, pero la verdad es que se escondió debajo de la cama: yo me vestí con sus ropas y me metí dentro.
Cuando llegó la niña la invité a entrar en el dormitorio y ella en seguida dijo algo poco agradable sobre mis grandes orejas. Ya con anterioridad me había dicho otra cosa desagradable, pero hice lo que pude para justificar que mis grandes orejas me permitirían oírla mejor. Quise decirle también que me encantaba escucharla y que quería prestar mucha atención a lo que me decía, pero ella hizo en seguida otro comentario sobre mis ojos saltones.
Podéis imaginar que empecé a sentir cierta antipatía por esta niña que aparentemente era muy buena, pero bien poco simpática. Sin embargo, como ya es costumbre en mí poner la otra mejilla, le dije que mis ojos grandes me servirían para verla mejor.
El insulto siguiente sí que de veras me hirió. Es cierto que tengo grandes problemas con mis dientes que son enormes, pero aquella niña hizo un comentario muy duro refiriéndose a ellos y aunque sé que hubiera tenido que controlarme mejor, salté de la cama y le dije furioso que mis dientes me servían ¡para comérmela mejor!
Ahora, seamos sinceros, todo el mundo sabe que ningún lobo se comería a una niña. Pero aquella loca chiquilla empezó a correr por la casa gritando y yo detrás, intentando calmarla hasta que se abrió de improviso la puerta y apareció un guardabosque con un hacha en la mano. Lo peor es que yo me había quitado ya el vestido de la abuela y en seguida vi que estaba metido en un lío, así que me lancé por una ventana que había abierta y corrí lo más veloz que pude.
Me gustaría decir que así fue el final de todo aquel asunto, pero aquella abuelita nunca contó la verdad de la historia. Poco después empezó a circular la voz de que yo era un tipo malo y antipático y todos empezaron a evitarme.
No sé nada de aquella niña con aquella extravagante caperuza roja, pero después de aquel percance ya nunca he vuelto a vivir en paz.


1.  ANÁLISIS

a) Elabore un resumen del cuento

b) Presente un breve análisis de los siguientes aspectos del cuento:

a. Personaje(s)

b. Espacio

c. Relación del texto con otros textos

Institución Educativa José Asunción Silva


Medellín, 18 de noviembre


No tienes que apagar mi vela, para hacer que la tuya brille más...


A la entrada de la Institución Educativa José Asunción Silva,lo primero que se ve, es la cartelera de navidad, que da la bienvenida a los jóvenes estudiantes, a los padres de familia y directivos de la institución. Ésta cartelera fue construida con 5 días de anterioridad a su presentación en compañía de la compañera Jannet, como respuesta al primer apoyo "logístico" a la coordinación de la institución de la jornada de la mañana. 


Durante toda la tarde, se llevaron a cabo los refuerzos, los cuales consistían en repasar algunos de los aspectos estudiados durante todo el año, sólo que ahora se enfocarán en los 12  cuentos peregrinos de Gabriel García Márquez, novelas que apelaban y recoge  de manera directa  a los requerimientos que establece los estándares de lengua castellana.
Durante la clases de refuerzo que ofreció el maestro, llegaban los estudiantes de manera masiva, pero inquietos por lo que sería ganar oo repetir el año, algunos apelaban al conversatorio con el maestro de manera privada para así poder concentrarse más en la recuperación de la materia. 
En estos refuerzos, se le pide a los estudiantes para poder pasar la materia, un escrito de 3 hojas, que de cuenta de todo lo que se debió aprender en el semestre y  por razones que aún hoy desconozco, se debía hacer en el aula de clases, en presencia del maestro, donde éste evaluará; ortografía, caligrafía, cohesión y coherencia, más aún, se tomaría el tiempo necesario para dialogar  con el estudiante y tomar la decisión de avalar o no el  proceso logrado por éste.
El tiempo transcurrió y los estudiantes realizaban sus escritos enérgicamente, aunque algunos se les veía asustados y temerosos por el resultado que entregaron  pues era necesario, casi que obligación para algunos, pasar la materia como fuese posible. 

Es paradójico ver como un año se "pierde" con un refuerzo pero es aún más ilógico presenciar cómo se gana un año con 3 hojas de papel...


Vanessa Ch.



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